Frankenstein, el arte de seguir viviendo

 



Frankenstein o la responsabilidad de crear

Yo diría que la historia de Frankenstein tiene muchos matices.

Comienza con el deseo simple, pero al mismo tiempo inmenso y misterioso, acto de crear: ese impulso humano de trascender en otros, de dejar algo de nosotros en el mundo.
Y no me refiero solo al sentido científico o divino del término, sino a todos los espacios donde dejamos huella: en la vida, en las relaciones, en las amistades, en los vínculos humanos.

Crear es un acto de poder y, al mismo tiempo, de fragilidad; es extender la mano hacia lo desconocido con la esperanza de que algo —o alguien— nos responda.
Ahí empieza la tragedia y la maravilla de esta historia.

El personaje de Víctor, sumido en su soberbia, su ego y su enorme deseo de alcanzar una sabiduría absoluta, se entrega al sueño de ser Dios.
Pero en esa búsqueda de perfección, olvida la esencia simple de lo que intenta imitar: la humanidad.

Crea un ser sin ofrecerle cuidado, ni siquiera brindarle nombre, y mucho menos un gesto de amor que lo inserte en el mundo.
Y así, lo deshumaniza: lo limita a ser “monstruo”, negando su intelecto, su sensibilidad, y lo condena al exilio de quien fue concebido sin ternura.

El verdadero error de Víctor no es crear, sino no hacerse responsable de lo creado.
En lugar de mirar su obra con compasión, la rechaza como si fuera un reflejo —y un recordatorio doloroso— de su propia imperfección.
Así la destruye, porque no soporta verse a sí mismo en lo que ha hecho.

La criatura, por su parte, nace en la oscuridad y aprende a vivir a través de la violencia y el rechazo.
Con cada golpe, con cada mirada de repulsión, acumula el rencor del abandono y la tristeza de no saber quién es.
Su tragedia no está en su aspecto, sino en no haber tenido a nadie que le enseñe el mundo desde la paciencia y el amor.

En ese viaje aparece una de las escenas más luminosas: el encuentro con el anciano ciego.
Él no ve deformidades ni apariencias: ve el corazón.
Y desde su humildad, elige la bondad.
Su ceguera se convierte en símbolo de una visión más pura: la que mira la hondura del alma y reconoce la humanidad en el otro.
Ve en la criatura no el monstruo que el mundo teme, sino la inocencia de un ser que aún está descubriendo el mundo por sí mismo.
Y por eso no lo mira con los ojos del cuerpo, sino con los del espíritu.

Ese momento revela que la bondad no depende de la vista, sino de la capacidad de reconocer al otro como igual.

Del Toro nos muestra que, incluso en un mundo lleno de lobos —donde la violencia parece natural, inevitable—, el ser humano conserva la posibilidad de elegir.
A diferencia del lobo, que actúa por instinto, nosotros podemos decidir: amar o destruir, cuidar o abandonar, enseñar o condenar.

La película nos recuerda que somos personas libres, y esa libertad conlleva una enorme responsabilidad.
Podemos elegir pedir perdón, aunque sea tarde.
Podemos elegir perdonar, incluso lo imperdonable.
Y, sobre todo, podemos elegir la bondad por encima de la violencia, para renacer cada día.


Conclusión: el arte de seguir viviendo

Al final, Frankenstein nos enseña que no se trata solo de crear, sino de asumir lo creado.
Que todo acto de vida —una idea, una palabra, un vínculo— conlleva responsabilidad, y que el abandono también deja cicatrices.
Del Toro convierte el mito en un espejo donde se refleja la condición humana: somos imperfectos, contradictorios, y aun así capaces de elegir la bondad.

La criatura y su creador terminan enfrentados al mismo dilema: aceptarse o destruirse.
Ambos descubren que la verdadera redención no está en la perfección, sino en el perdón; en reconocer nuestros errores y seguir adelante, no desde la culpa, sino desde la compasión.

Porque vivir, en última instancia, es un acto de coraje.
Es levantarse cada día con las manos manchadas de lo que hemos hecho y, aun así, decidir crear de nuevo.
Elegir el amor cuando el odio parece más fácil.
Tender la mano, aun sabiendo que el otro puede no tomarla.
Seguir viviendo —como la criatura frente al hielo— es aceptar que el dolor no desaparece, pero puede transformarse en sentido.

Frankenstein nos recuerda que no somos dioses ni monstruos:
somos seres humanos, hechos de carne, memoria y deseo,
capaces de renacer una y otra vez en la infinita tarea de elegir quién queremos ser.

Y en esa elección diaria —frágil, valiente, luminosa— habita lo más humano de nosotros: el arte de seguir viviendo.

Esa elección de seguir viviendo, aun como monstruos hechos de pedazos heridos de piel y de balas que el tiempo no borró,
pero de las que nos hemos regenerado con la memoria viva de las batallas que hemos librado,
como humanos con errores, caídas y renacimientos,
y siempre, siempre, con la libertad intacta de elegir: rencor o perdón, violencia o bondad.

¿Qué eliges tú?


Marbel Alonso

Editora.

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